Vecinos que recuperan auténticos basureros, que practican una agricultura ecológica, pero no tienen interés productivo. Son los huertos urbanos, oasis en las grandes ciudades
Lavapiés, en Madrid. Un muro gris sucio flanqueando la calle del Doctor Fourquet y un viejo portalón a la altura del número 24 preparan el ánimo para otro solar abandonado. En su lugar, ¡sorpresa!, surge una sucesión de pequeñas huertas ecológicas alineadas en uno de los extremos, árboles y plantas, paredes pintadas con murales, familias jugando al ajedrez o sentadas en sillas de playa, un minianfiteatro al fondo, niños correteando y varios voluntarios haciendo unas lentejas comunitarias en una cocina solar. ¡Esta es una Plaza!, que así se llama el entorno, arrancó en diciembre de 2008 a partir de un taller organizado por La Casa Encendida que consistía en la transformación de un espacio cerrado desde hacía más de 30 años en uno público y abierto a un barrio anémico de zonas verdes. Los vecinos aportaron herramientas, semillas, garrafas de agua de sus casas. A la vista del éxito, ha continuado como proyecto de autogestión y, después de sus más y sus menos, el Ayuntamiento terminó cediendo el suelo. Ojo, temporalmente.
"Pretendemos recuperar el contacto humano y generar tejido social", declaran los promotores. Acciones como la suya han crecido exponencialmente en los últimos años, detecta Nerea Morán, arquitecta investigadora del departamento de urbanística y ordenación del territorio de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM), que aborda el fenómeno en su tesis. "Estas pequeñas intervenciones se crean para reinventar lo local, que ha desaparecido de nuestra sociedad", plantea Agustín Hernández, profesor de arquitectura de la UPM y tutor de la tesis de Morán. Para ello, y de entre todas las fórmulas posibles, ha prosperado la del huerto. "Quizá de una manera primitiva, inconsciente, han vuelto a lo más elemental, la tierra, lo contrario de la ciudad", reflexiona.Hernández asocia este regreso a lo local con el miedo a la sociedad poscrisis, y recuerda que fue precisamente después de otro crash, el del petróleo de los setenta, cuando se empezó a hablar en España de agricultura urbana como solución para reordenar el área metropolitana, para darle un uso a los bordes de la ciudad y, aquí sí, exprimir su productividad. Este planteamiento parió 1.200 huertos de ocio de 250 metros cuadrados cada uno gestionados por la Comunidad de Madrid en San Fernando de Henares, que en 1987 se adjudicaron a hortelanos de los alrededores. Una filosofía parecida, en versión actualizada, impulsa en Rivas-Vaciamadrid la creación de parcelas comunitarias en áreas abandonadas, una finca experimental de producción biológica y un mercadillo de frutas y verduras ecológicas el último domingo del mes, todo promovido por su Ayuntamiento.
Lo del parque de Miraflores, en Sevilla, es otra historia. En los noventa, la presión popular logra la puesta en valor de terrenos baldíos en un barrio obrero al norte de la capital, en el distrito de la Macarena. Una parte se destina a cultivo; aquello prende y, por seguir con el símil hortícola, la semilla arraiga también en San Jerónimo, Torreblanca, Tamarguillo, San José de Palmete, El Huerto del Rey Moro... "Normalmente, quienes vienen son personas de edad, pero últimamente acuden desempleados jóvenes; es nuestro particular indicador de la crisis", describe Julián Balmón, coordinador de la Plataforma de Huertos Sociales Urbanos de Sevilla, pionera en España, que involucra a un centenar de colectivos y llega a unos 10.000 niños. Balmón pertenece al colectivo Movida Pro-Parque del Tamarguillo, antigua escombrera, y recuerda que al año de estar en marcha las parcelas se le acercó un médico del centro de salud. "¿Sabes la cantidad de pacientes que antes tenía en la consulta pidiendo la pastilla y que ya ni aparecen?", comentó.
El Tamarguillo, como el resto de huertos sevillanos, incluye parcelas vecinales, escolares e individuales, aunque la idea es que "no cale la actividad minifundista, mi pequeño terreno y ya está", resalta Balmón. La comercialización está prohibida, los productos se comparten entre todos. La tierra marca el calendario de celebraciones, con la cata del tomate en julio o la fiesta de la patata en invierno.
A varios kilómetros de allí, en pleno casco histórico de la ciudad hispalense, en los 5.000 metros de huerta anexa a la Casa del Rey Moro, unos 2.000 chicos y chicas de cinco colegios y dos institutos públicos han seguido durante este curso el ciclo de la vida. Este bien de interés cultural llevaba años cerrado, sin cuidar, cuando a una vecina se le encendió la bombilla: por qué no acondicionarlo entre todos como zona verde comunitaria. Dicho y hecho. Desde 2005, un convenio con el Ayuntamiento permite desarrollar un programa de educación medioambiental.
Salvo excepciones, las Administraciones van al rebufo, y eso cuando van. Es muy frecuente que los cultivos arranquen de manera alegal, autogestionaria, incluso con una ocupación, y que la autoridad municipal de turno no reconozca lo que se está haciendo e intente expulsar a sus artífices. Pero llega un momento en el que "solo queda rendirse a la evidencia". La fórmula suele ser el convenio, de renovación anual, y con una dotación económica escasa, según lamenta Balmón. Los dos monitores que atienden el huerto escolar del Rey Moro, sin ir más lejos, "no están en las condiciones más deseables", lo expresa suavemente la portavoz de la actividad, Purificación Huertas.
Los vecinos que han levantado el huerto comunitario de Adelfas, en Madrid, tienen a Francisco, de 70 años, como asesor de jóvenes hortelanos sin experiencia. "Que sepáis que esta temporada tendréis ajos porque me encargué de sembrarlos de nuevo, ¡los habíais metido demasiado profundos!", les regaña. Estos metros de tierra, con su espantapájaros, sus murales, su rincón para el compostaje, se están convirtiendo en un centro de reunión vecinal y convivencia entre generaciones. Abuelos, nietos, parejas paseando al perro y pequeñas multitudes cuando toca compartir la cosecha. La gente aporta aperos de labranza, guantes de jardinería, sustratos, plantones. "Hacía falta algo así", comenta María, una asidua. No hay muchas más zonas verdes en este barrio completamente remodelado, que luce lleno de bloques de manzana cerrada.
Azadón en mano, uno de los promotores, Kois, explica que la iniciativa contó con una subvención hasta el pasado diciembre, pero ahora mismo se encuentra en la alegalidad. Aunque la junta municipal da su visto bueno. Kois, responsable de huertos urbanos de la Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid (FRAVM), repasa la lucha por legalizarse, por "salir del limbo", desde que en 2006 brotó el primer huerto madrileño, el de La Piluka, en el barrio del Pilar. Lo siguieron los de Almenara (Tetuán), Lucero y Las Águilas (Latina), Malasaña, Casa de Campo, Lavapiés, Moratalaz. "Ecológicos, públicos, gratuitos y comunitarios". Ahora la federación negocia con el Ayuntamiento un plan municipal que los regule.
No todos buscan la legalización. Hay quien persigue el aldabonazo contra el actual modelo de desarrollo urbano sin importarle lo de conseguir los papeles. "En Barcelona existe una visión en general muy reivindicativa; lo plantean como una manera de llamar la atención sobre la mercantilización del espacio público", aporta Nerea Morán, tras haber coincidido en algún encuentro con activistas de aquella ciudad. Que, por cierto, bulle de actividad hortelana. Can Masdeu, masía okupada con cursos de educación ambiental entre Barcelona y Collserola; los comunitarios de Clot o Akí Me Planto, o L'Hortet del Forat, que empezó con una ocupación vecinal finalmente aceptada por el Ayuntamiento.
Todos aparecen recopilados en Huertos urbanos: cultivando Barcelona, un trabajo de la alemana Stefanie Fock, socióloga y fotorreportera, que en 2009 retrató las mil y una formas de arar en el asfalto de la Ciudad Condal. Esta idea tomó forma en una exposición y un blog que sigue actualizando.
A primera vista no se aprecian diferencias entre una parcela municipal barcelonesa en plena faena y alguna de las 12 o 13 junto a las vías del tren en Vicálvaro (Madrid). Pero sí que hay una, fundamental. Los de Vicálvaro son huertos de ocio, nacidos de forma espontánea, de jubilados de los alrededores que de niños trabajaron la tierra. Su mensaje no es reivindicativo. "Por aquí está proyectada una carretera; cuando se haga, nos marcharemos; no queremos problemas", afirman Enrique (68 años), Manuel (72) y Leoncio (70).
Bajo la etiqueta "agricultura urbana" asoman muchas realidades. Entre las más recientes, la Red HUCA (Las Palmas de Gran Canaria), que se reúne desde 2009, con apoyo del Gobierno local. O los cultivos que saca adelante la Asociación de Vecinos Barrio Obrero de Altabix en un trozo del palmeral de Elche, y que tampoco es una idea nueva: los musulmanes ya usaban el microclima de las palmeras para plantar frutales y hortalizas. El Ayuntamiento cede el suelo y coordina el invento, que estudia extender a otros barrios. "Ayudan a hacer ciudades más humanas", manifiesta José Manuel Sánchez, concejal de parques y jardines. Esta primavera, Elche acogió el I Congreso Estatal de Agricultura Ecológica Urbana.
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